01 octubre 2008

"Gelem Gelem"

Van, libró afortunadamente las tormentas antojadizas de la locura ajena, salvó de las flagelaciones que le estaban reservadas, no el pánico fue lo que alentó a sus músculos a alejarse; tal vez un sentimiento de culpa y pavor al oir los gritos desaforados de Amanda y la Tía Martinica, tal vez huyó de su vulnerabilidad; huyó queriendo cruzar la vía ferroviaria, para alejarse de ese mundillo que le había mostrado el peor de sus rostros, sabía que las colinas no lo pondrían a salvo, solo le quedaba la ciudad y hacia alla iba, bajo la lluvia y empapado de dolores, y mientras huía las nubes de su mente obnubilaban sus ojos:

-Algo traza los caminos del hombre que, para algunos está reservada la tranquilidad más absoluta, y para otros las más sordidas agitaciones del alma; o alguien, detrás del escenario del mundo, trabaja cuidadosamente en nuestros presentes insospechados.
Aquellos que el mundo recorren incansablemente, están llamados a sufrir el amargo sabor que deja la oscura incertidumbre del mañana incierto. Cuántos caminos y circunstancias han atravesado mi obstinada sensación de libertad, y sin embargo sigo siendo el mismo presidiario del tiempo y la distancia, he emancipado mis pasos para dejarlos al antojo del viento, y el viento mismo ha conspirado en mi contra. La felicidad de los gitanos es tal, que tienen que compensarlo por medio de la tragedia. A donde vaya, tropezaré con esas sonrisas encarnadas en sus labios, a donde mire, habrán rastros de lágrimas y sangre cubriéndoles el alma. De dónde vienen, oh gitanos, que llevan a cuestas tanta miseria y tanta riqueza, y las llevan en sus trajes, y duermen sobre sus penas, y se alimentan de fraternales abrazos, y caminan con el orgullo tatuado en la frente
, y despiertan con intensa alegría. Oh gitanos, si supieran que yo también, como ustedes, tuve una familia grande y feliz, y así como ustedes algo o alguien la exterminó usando mis manos. Quisiera caminar con ustedes en ese finito peregrinaje; ojalá pudiera creer en algo; pero a mi fe, la asesinó la razón; la razón no será mía jamás, pero mi fe era lo único que poseía hasta que descubrí que la voluntad también era mía, pero requería exclusividad, así, fuí a dar hasta aquí: siempre huyendo, siempre pensando, y siempre procurando mi soledad. Vuestro constante andar me excluye abiertamente, puesto que no tengo nada que encontrar; en el tren que recorre los caminos del destino, solo caben los esclavos de la fe.

Vuestros caminos los siento míos, mas no busco lo que buscais; vuestras esperanzas son mías también, pero no puedo vendarme los ojos para alcanzarlas; Podríais constituir una nación entera, pero no advertís el obligado menester de falsear vuestras convicciones para que el resto del mundo os crea, y os prepare un aposento digno; donde podáis reposar vuestras ropas, vuestras vidas, vuestro indómito orgullo, vuestras penas y alegrías. Si es hora de representar un rol, háganlo ahora o vaguen hasta la extinción.

Van se alejaba entre las chozas, para arrebatarle a sus oídos los gritos y las miradas del gentío que lo perseguía con la mirada absorta, las bombillas y los calderos quedaban atrás en la medida que la luz intensa de la metrópoli aparecía en la distancia para absorberlo.
Volteaba el rostro para imprimirle conciencia a su partida, huía él pero su espíritu errante le contradecía.

Extrañamante, la tarde se hizo clara, la lluvia cesó para abrirle paso a las penúltimas luces del sol. Ahí, en medio de la claridad e inmerso en la repentina calidez crepuscular, tropezó con una anciana que sonreía tristemente, llevaba una vieja guitarra contra el regazo henchido de orgullo; sus cabellos plateados titilaban con el agónico ardor del atardecer, sus labios enjutos lucían las encías almenadas, cuyos tractos dejaban pasar una suave melodía: Gelem Gelem

Djelém djelém lungóne droméntsa, (He viajado por muchos caminos,)
Maladilém baxtalé Rroméntsa. (Y encontrado Gitanos felices.)
Ah, Rromalé, katár tumén avén, (Decidme de dónde venís)
E tsahréntsa, baxtalé droméntsa. (¿Con vuestras tiendas por estos caminos del destino?)
Ah, Rromalé, (Oh, Gitanos)
Ah, Chavalé. (Oh, muchachos.)
Vi man sasí ekh barí famílija, (Yo también tenía una gran familia)
Mudardá la e Kalí Legíja; (Pero la legión negra la exterminó;)
Avén mántsa sa e lumnjátse Rromá (Venid conmigo, Gitanos del mundo entero.)
Kaj phutajlé e rromané droméntsa. (Recorramos nuevos caminos.)
Áke vrjáma, ushtí Rromá akaná, (Ahora, levantémonos,)
Amén xudása mishtó kaj kerása. (Ha llegado el momento de actuar.)
Ah, Rromalé, (Oh, Gitanos)
Ah, Chavalé. (Oh, muchachos)

Van no entendía lo que la mujer cantaba, sin embargo al refugiarse en sus notas, estas parecían recordarle cada sendero que hubo escogido. Se sentó sobre una piedra para admirarle y, sonríendole, se acercó a ella.
Sus piernas cansadas les facilitaron para hincarse delante de ella, puso su mano derecha sobre el diapasón de la guitarra, como queriendo callarla, y abandonó el pesó de su mano izquierda para tocar la realidad: la tierra. Su frente cayó sobre las rodillas de la anciana y está le respondió con una sonrisa franca, le acarició la cabellera y le dijo:

No huyas de ti muchacho, no es de ti de quien debes huir, sino de las oscuridades del alma que nos persiguen a diario; si te sientes malvado, seguramente es que guardas abundancia de bondades en tu corazón, y si te sientes bondadoso, procura que nadie halle en ti tus maldades, porque éstas, están reservadas para el conocimiento de tu interior.
No huyas de ti, porque al huir estarás dejándonos sin rastros para hallarte.

Aquella tarde, una lágrima reprimida sorprendió a Van, sintiéndose nacer nuevamente.



Gelem Gelem: Himno Gitano

24 septiembre 2008

"Amria sobre Amria"

Amria:
"...Siete veces ha de llorar amargamente su suerte y siete veces has de llorar tú, por provocarla. Contemplarás inmóvil el avance de un oscuro caballero vestido de sedas blancas, sin espadas, sin coraza y sin fuerzas; que soplará vientos de traición y venganza en tu casa"

Las nubes negras acompañan el dolor de Joaquín en su atropellada salida de casa; el llanto insoportable, que carga sobre sus hombros, traza el presagio de una tormenta en el cielo, tan feroz como el que lleva ahora mismo en el alma. Ha soportado la complicidad de su madre, para encubrir los deslices amorosos de Amanda, su prometida. No está seguro de ello, por lo que no pudo acusar abiertamente a nadie, pero ha leído cada palabra pronunciada, cada silencio cuajado en la atmosfera extraña. Ahora, las respuestas a sus interrogantes están en el peor lugar: sus temidas sospechas.

Van Scribenz, el intrépido amante; observa desde el balcón, en el que se refugió para no ser descubierto. Sin maldad estaba bajo la piel de un malvado, sin proponérselo le estaba arrancando lágrimas amargas a un hombre inocente, sin advertirlo estaba encerrado y sin posibilidad de escapar para no ser visto por Joaquín.

Van trato de abrir la puerta inutilmente, estaba cerrada desde adentro, la empujó con toda su fuerza sin lograrlo, pisó un madero consumido por las polillas, perdió el equilibrio y cayó cuesta abajo, acaso la cornisa pudo salvarlo, pero cayó tan estrepitosamente que al querer colgarse solo consiguió lastimarse las manos. Aún así la fortuna le sonreía, fue a dar en una torre de basura acumulada en bolsas. Entre tanto caía, pensaba en lo que estaba sucediendo.

-¿Qué está sucediéndome? Quiero comprenderlo, ¿Por qué tengo que pasar, de la más absoluta complacencia al más desagradable infortunio? Me siento tan culpable de todo lo que está ocurriendo, que la más furibunda de las palizas, que seguramnente recibiré, será poco escarmiento para los pesares que inflijo sobre los demás.
Un momento, yo por qué tengo que cargar con la culpabilidad de esos demás; muy bien, soy culpable de gran parte del desastre, pero no lo he ocasionado exclusivamente, La Tía martinica es complice pasiva y Amanda es el móvil directo. No me siento capaz de reunirlos para tratar el problema calmadamente, pero tengo que apelar a la sensatez de ese hombre, encontraré la manera para que me escuche, si no la encuentro la inventaré.


Joaquín observó sorprendido el accidente, alzó los ojos hacia el lugar desde donde cayó el bulto. ¡Era su casa! ¿Qué cayó desde el balcón de su casa?. Se internó entre la basura, con el incómodo prejuicio de sorprender a Amanda o a su madre en un intento de suicidio. Halló al andalucete ese, el tal Van Scribenz. Había caído desde el balcón, y esto le dibujó una rara sonrisa de la que el mismo se espantó al sentirla; sin pensarlo, asestó la punta de sus botas sobre el desgraciado que había llegado a irrumpir su tranquilidad, y la paz de su familia. Solo entonces, la tormenta se desató, llamaban los relámpagos en su furia silenciosa a la noche tardía, la lluvia caía sobre las lisas rocas adoquinadas en el piso, los truenos en el cielo y en la boca maldiciente de Joaquín arremetían contra el abusador.

Van se defendía por medio de la calma.

-Guarda silencio. Estás silenciando la verdad con tu violencia. ¡Entra en razón hombre! Estás frente a un hombre justo, e inocente de lo que has convenido pensar como real. Estás creyendo lo que quieres creer.

Joaquín desconsolado y soportando el cinismo del amante, abandonó su frente para dejarla caer sobre el basural, lloraba desconsoladamente, y observaba, de soslayo, la figura de ese intruso que tramó su desgracia.

-Cállate no tienes derecho a hablarme -fustigó Joaquín
-Seguramente. Pero, si quieres saber la razón por la cual estamos aquí, retorciéndonos de dolor, solo tienes que escuchar a tu madre. Sabes acaso por qué fue capaz de encubrir a Amanda, sabes por qué Amanda ha decidido torcer su camino contigo. Yo no lo sé, pero lo sospecho muy claramente, estoy seguro que a ambas las conduce el mismo instinto.
-Eres un maldito demente, no sabes ni lo que dices. Ahora mismo va a saber esa mujer en lo que me convierto cuando me enfurecen.

Joaquín se arrastró hasta la puerta para tumbarla. Pero se quedó a dos pasos, reprimiendo su salvaje incursión, al escuchar gritos que venían desde adentro, se recostó sobre la pared para que el tejado impidiera que se siguiera mojando.

-Tú tienes la culpa Amanda, tú tienes la culpa del sufrimiento de mi hijo. No tienes vergüenza, eres mala -sollozaba rabiosamente la Tía Matinica- Yo, siendo su madre lo hubiera apartado de ti, sabiendo los venenos que llevas dentro.
-Se equivoca, ¿Sabe acaso que su hijo es estéril Martinica?
-Cómo puedes hablar así ¿Te has acostado con el, para que digas eso?
-Mil veces Martinica, mil veces; por eso mismo te digo: tu hijo está seco.
-Cállate, porfavor, cállate no quiero escucharte más.
-No Martinica, ahora me va a escuchar
-Cállate por favor
-suplicaba Martinica destrozada.
-¿Y sabes por qué me enredé con el andaluz? Muy simple Martinica -rompió en llanto Amanda- Porque amo a ese hijo tuyo, porque no quería perderlo, porque quería que fuese feliz aunque sea con un hijo que no era suyo. Ese dolor, Martinica, ese dolor me lo estaba reservando, con tal de verlo feliz hasta su muerte.
-No es excusa, no puedes excusarte así. -reclamó Martinica.
-¡Si es excusa! Tal vez no lo entiendas porque en tu amor de madre, ningun dolor sobre tus hijos puede justificarse, pero yo soy mujer, y el amor que me une a Joaquín es tan grande que el sacrificio mas pequeño, resulta insignificante. No podía asegurarme de que lo entendieras, es improbable que lo entiendas. ¿Entonces, responda, por qué me dejó Ud. a solas con el?

Martinica refugio su silencio entre sollozos. Pensaba: ¿qué podría entender esa mujerzuela de lo que es ser madre?

-Lárgate, recoge tus cosas y vete de aquí. Te dejé sola con el muchacho, porque confié en que serían sensatos, ¡Sobre todo tu! Ya al pasar el tiempo, y oir sus lamentos de placer, comprendí que no debías permanecer más tiempo aquí. Era mi oportunidad, para saber si merecías o no la vida de mi hijo. Siendo madre, solo siendo madre, puede someterse una, a los mas duros sacrificios, para evitar que algún mal pueda herir a los hijos. Qué vas a saber tu de sacrificios maternos, si apenas estás en el fin de concebir a un hijo.
-Bien Tía, Ud. lo está decidiendo, que se recuerde para siempre que está frustrando la felicidad de su hijo, paradógicamente, procurándosela.

Sobre Amria:

-No me digas tía -vocífero la Tía Martinica, apuntándole el rostro con el índice-. Maldita seas, y malditos sean tus frutos; no hallarás felicidad en los cuatro rincones del mundo, y no gozarás descanso en tu camino; vivirás fatigada por todos los males que causas a tu paso; te flagelarán con desprecios por tus perversidades, y morirás en olor a miseria y podredumbre.

Al otro lado de la puerta, Joaquín se retorcía en el suelo anegando sus ojos en inconsolable llanto, muriendo a cada instante, dejándose mojar por esa odiosa tormenta que trajo una tarde lluviosa que le ahogaría el alma para siempre.

Amanda salió presurosa, con sus ropas bajo el brazo y secándose las últimas lagrimas furibundas. Al cruzar el umbral de la puerta, una última puñalada le contrajo el vientre. Joaquín lo había escuchado todo, y estaba ahí, en el piso, indefenso, vulnerado, maltratado hasta la agonía, preguntándose ¿Por qué? Repetidamente, y guardando silencios para extrañar una respuesta que no llegaría.
Amanda corrió sin rumbo, atravesando la turba que armó el vecindario por el inacabable griterío.

Joaquín, en un arrebato de locura, dobló la esquina para dirigirse al basural y golpeó con todas sus fuerzas el bulto, golpeaba cualquier cosa que encontraba delante, buscando desesperadamente el cuerpo del lunático; quería golpearlo hasta matarlo, lo estaba odiando, ahora más que antes, por haberle revelado razones que lo sumergirían en una densa locura.

No había nada que golpear, excepto basura, Van Scribenz había desaparecido...




Amria: Maldición gitana.

Click aquí, para conocer las causas de estos desórdenes conductuales

14 septiembre 2008

"Khelimaski djili"

"Y cobijarás en tu seno a un varón, cuya fatalidad lo doblegará antes de culminar la primavera de su vida. Siete veces ha de llorar amargamente su suerte y siete veces has de llorar tú, por provocarla. Contemplarás inmóvil el avance de un oscuro caballero vestido de sedas blancas, sin espadas, sin coraza y sin fuerzas, que soplará vientos de traición y venganza en tu casa"

La Tía Martinica recuerda bien las palabras de su madre el día anterior al que huyó con Ivrahim Sardomm; tal vez, ella sabía sobre qué columna estaba apoyando sus presentes para avisorarle tales desgracias. Su madre la amaba, por ello, estaba en el deber de casarle con la familia que había acordado la dote, según la tradición gitana; pero, la entonces joven Martinica, no quería entender de leyes; en su defecto, planeó huir de Andalucía con Ivrahim, a otro campamento.
Ha pasado tanto tiempo desde entonces, que ahora que está sentada y hundida en sus reflexiones y recuerdos, frente a una fogata que no se apaga ni de día ni de noche, siente vivamente el porte de su madre arder, junto con sus palabras quemándole el alma.
Al rededor suyo, Josieta y Danitza, sus hijas, la observan genuflexas con la misma devoción que el fuego les inspira.
La Tía Martinica creyó cumplido su papel al advertirle a Van acerca de lo que estaba provocando, y no puso resistencia ante la fiera confesión del muchacho. Esos ímpetus eran, sin duda, el reflejo fiel de aquellos que le llevaron a decidir su vida, sus desgracias y alegrías.
Al salir de la habitación de Van, La Tía Martinica sorprendió a Amanda detrás de la puerta; la condujo con la mirada hasta el primer piso, y antes de llegar la emplazó:

-Habla bajo porque no quiero que nos oigan
-Tía, lo lamento, yo...
-No quiero que te disculpes. Las dos sabemos lo que está pasando aquí. Si no puedes dejar las cosas en su lugar, recoge tus ropas y vete de aquí. Lo que tengas que hacerlo hazlo sin demora.

Amanda, al llegar a la habitación de Van, decidió su vida a partir de su rebeldía, dejando al transcurrir inexorable de los minutos, la tácita expresión de sus decisiones.
La Tía Martinica, ahora delante de la hoguera, comprendió que había entregado afilados cuchillos, a cada uno, en las manos; y para su asombro, ambos se desangraron.
Josieta y Danitza, que observaban en los ojos de su madre, una grave tristeza que no comprendían, mantenían solemnemente sus silencios. Silencios que rompió su hermano Joaquín, el prometido de Amanda, con su inesperada llegada.

La Tía Martinica, permaneció dos segundos azarada e impasible; atinó a llevar lentamente el índice a sus labios para callar a Josieta y Danitza.
-Madre ¿Por qué tan callada? -cuestionó Joaquín-
-Joaquín, hijito, estaba distraída. ¿Qué haces aquí, a esta hora? -replicó temerosa
-Vine a pedirle a Amanda que me curara. Me lastimé currando las cuerdas de la guitarra.
-A ver, dejame ver. -le dijo cariñosamente tomándole las manos-
-Amanda no ha ido a la taberna de Calisto, tenía que cantar. ¿Sabes donde está?
La Tía Martinica demoraba en responder, buscando alguna forma de excusar la ausencia de su nuera o de evitarle una desgracia a su casa. En pleno fragor de su silencio, Danitza la adelantó súbitamente:
-Está arriba...
-¿En los cuartos de alquiler? –preguntó extrañado Joaquín.
-Ven hombre, déjame curar esa herida –interrumpió, indiferente de lo que acababa de decir su hija, y mostrando preocupación por el afectado.

Entre tanto, Van y Amanda, extenuados y sin pieles, oían tan lejanamente como en un sueño, una batalla de voces que pretendían, obligadamente, unas veces a encubrirlos y otras veces a delatarlos. Despertaron por fin, en medio de un jaleo en el primer piso entre La Tía Martinica y su hijo, para que éste se dejara curar el dedo que tenía lastimado antes de subir a buscar a Amanda.
El pánico se apoderó de Amanda mas no de Van, que se levantó con serenidad envidiable, abotonó velozmente su camisa y el resto de sus trajes, incluso se dio tiempo para cerrarle el corsé a Amanda y darle un beso para despedirla.

-Yo iré a ver al pueblo desde el balcón, a puerta cerrada -aconsejó Van calmadamente-; tú quédate aquí, y cuando entre él a buscarte, te sorprendes y le dices que estabas ayudándole a La Tía a arreglar los dormitorios. No temas; pues de hacerlo, te delatarás.
Ella asintió con la cabeza y Van se encerró en el balcón.
Van aguzó el oído para cerciorarse de lo que estaba ocurriendo detrás del cómplice muro que lo encubría.
-Chi (1), ¿Qué haces aquí? -preguntó extrañado Joaquín-
-Sarishan (2) Joaquín -distrajo Amanda.
-Preocupado, porque hoy en la mañana tenías que ir donde Calisto a bailar y no te has aparecido en todo el día... Te pregunté ¿Qué haces aquí?
-Qué más chal (3), ayudándole a la Tía Martinica con sus quehaceres.
-Aquí está alojado el andalucete ese
-replicó apuradamente Joaquín- ¿Como se te ocurre estar sola aquí?
-Vamos Joaquín, qué tonterías dices, todos los pasajeros saben que hay un momento para el mantenimiento. ¿No me abrazas? -remató Amanda, cerrándole los ojos tiernamente.
El cinismo se alzó un triunfo. Van, estaba contento de oir tan natural representación, pero tuvo que reprimir sus ganas de lanzarle una salva de aplausos.
-Estuve preocupado y desconcentradísimo con tu ausencia en la taberna. Tienes que avisarme chi, cuando no puedas, tienes que avisarme pues. -suplicó Joaquín.
-Evitaré preocuparte así, creí que no sería tan importante que esté o no a tu lado.
-Amanda, todo lo que hagas o dejes de hacer, me importa, me preocupa y me interesa.
-No volverá a pasar querido, quédate tranquilo.
Amanda lo besó, tal vez, con la misma ternura que besaría a Van hace instantes, tratando de borrar cualquier sospecha de infidelidad que provocara la ira de Joaquín.

Joaquín masticó indolente cada palabra de Amanda, intentando disipar sus furias para no dejar que apareciera la figura injusta de un hombre que aborda los celos sin medida, aunque en el camino tuviera que atropellar, a quien quisiera demostrarle que estaba errando. Reprimió una lágrima de impotencia y bajó al primer piso con ella, para que escucharan en familia lo que, los gitanos, llaman el Khelimaski djili; que es nada menos que una canción espontánea inspirada en una experiencia personal. Una breve composición íntima, tras la cual se celebra un debate sobre el contenido de la misma; solo que Joaquín lo evitaría al terminar.

Maldigo, amor, los setiembres
que me punzan el corazón.
No me atrape en agostos
el amor que me hiere día a día.
Sobre aguijones
he adormecido mis sentimientos,
y sobre aguijones
he de patearlos sin remedio.
Qué culpa tengo yo,
de haber anulado mi razón;
si he preferido colorear mis días
con tus suaves melodías.
Ay de mí que te quiero,
y te quiero todavía.
Que muero ante negras dudas
y densos resentimientos
Perdóname amor si te amo
pero acabo de amarte anoche
y te he odiado en este día.
Ahora quisiera estar lejos
y rendirme a los dulces placeres
de esta agonía,
de esta cruel agonía mía...

Entre lágrimas, malamente reprimidas, su mirada difusa atravesó la ventana para refugiarse en la tranquilidad de las colinas; atravesó también la puerta, y sin mediar palabra, buscó incesante los destinos de su mirada amarga.

En caló
(01) Chi: mujer.
(02) Sarishan: ¿Cómo estás?
(03) Chal: hombre

02 septiembre 2008

"El Temible Consejo de la Tía"

-Amanda, vete de aquí, por favor. -replicó la Tía Martinica-
-Si tía, yo solamente... -resintió Amanda mientras se iba-

No bien abandonó la recámara Amanda, Van extendió sus extremidades como aliviado. La Tía Martinica le inspiraba un profundo respeto, era la primera vez que la veía pero ya sabía de ella cuando, Joaquín, el prometido de Amanda, le recordaba el malestar que sufriese la tía de no contar con todos reunidos cuando fuese la hora del almuerzo, allá en las fronteras del campamento con el llano y las colinas.
Van ahora estaba recuperado de esas fiebres que tejían épicas ardientes en su interior, buscaba estar solo en tanto sentía perdida su paz y arrebatado su sosiego, sin embargo la compañía de la Tía Martinica le venía bien. Ella sonreía con una extraña sabiduría en los ojos, como si a pesar de ignorar lo que ocurría a su alrededor lo supiera todo; aún así, esto no incomodaba nada a Van, pues la anciana lucía tierna y comprensiva. Ella le notaba incómodo, pero menos incómodo que cuando estaba Amanda. Su sonrisa amplia e infantil fue, acaso, el preludio de su temible consejo.

-¿Amanda te ama en secreto Van Scribenz? -lanzó su primera daga-
-Qué ocurrencia Tía. Amanda, como cualquier mujer, se sentirá atraída seguramente.
-Pues ella me trajo hasta aquí para avisarme que estabas enfermo.
-¿Y como supo ella que lo estaba?
-No lo supo, lo imaginó...
-Cree Ud. que alguien puede imaginar y acertar. ¡Por favor!
-Ella imaginó que tu estabas enfermo porque sabía a donde te habías metido para pescar picaduras de tabarros. ¿No crees?

Van se sintió de bruces contra la pared, su delito o el delito de ambos era ahora más que flagrante. ¿Qué iba a decir ahora? Todo encajaba. ¡Malditos tabarros!
-Tía -dijo sacando un disco de su maleta- Relájese, vamos a escuchar un poco de música para no ennegrecer las pasiones. Tal vez al principio no le agrade, pero, escuchando a Mendelssohn, me sentiré mas a gusto de continuar. -distrajo Van mientras pensaba en algo-

el 1er Movimiento del Concierto para Violín, Allegro, molto appassionato se escuchaba con cierta dificultad. Zarandeó el reproductor y lo mantuvo a un volumen adecuado para la conversación.

-Verá Ud. Tía Martinica, no es que sea yo malo o me seduzca el deseo de romper compromisos, en el fondo es probable que así sea, pero en este caso particular, nada más lejos de la realidad. Yo disponía mis pasos hacia otras tierras antes de llegar a este poblado; yo solo he venido a visitar a un viejo amigo; yo...
-Yo, yo, yo -levantó la voz la mujer- Solo sabes referirte al mundo a partir de ti, olvidas que hay otros "yoes" dándole forma a sus vidas y que como consecuencia de sus ímpetus le darán forma a tu vida también. Más importante que el "yo", muchacho es el "tu" y más importante que el "tu" es el "él", el "yo" se disfraza de mayúsculas porque su naturaleza es minúscula.
-¡Bueno pues! Y si así fuere qué, ¿Adónde quiere llegar Usted? -rebatió Van, un tanto airado-
-A donde quiero llegar muchacho es que hay personas a tu alrededor que tienen una vida, un compromiso con la vida, una línea recta que deben continuar, y observo en ti una involuntaria fuerza para perturbar el camino de los demás, yo sé que no eres malo, se que no está entre tus pertenencias la maldad calculada, se que eres un viajero y se que disfrutas ahora tu nueva naturaleza errante, lo se, no porque adivine, sino porque tu postura arrogante te delata, incluso hueles a libertad lo mismo que a bondad y maldad combinadas. No es que yo tenga paciencia con los extranjeros, de no aparecer ante mis ojos con toda tu naturalidad ya te hubiera encajado dos o tres bofetadas para que aprendas. Somos una sociedad de errantes ¡cómo no vamos a comprender al extranjero!
-Tía Martinica, comprendo que pierdo mi tiempo intentando negarle lo que bien sospecha y acierta...
-A nosotros los viejos, los jóvenes nos divierten con sus ocurrencias, intentan esconder entre sus manos una pelotita y cuando se las pedimos esconden las manos detrás y nos dicen: "no la tengo tía, no la tengo"
-Yo la tengo tía, pero olvidé que la tenía
-bromeó Van para esbozarle una sonrisa a la anciana-
-Mira Van, esa mujer que viste salir de aquí tiene atrapada el alma de mi hijo, ellos están comprometidos y celebraremos bodas en tres semanas, a menos que algo extraordinario suceda. Yo observo todo lo que pasa, solo observo, no puedo forzar nada. Solo Dios sabe lo que hace y si es su voluntad que ella niegue su cultura, será su maldición y la tuya, nuestras vidas continúan...
-Tía Martinica, me llena Usted de confianza. Admito que estoy enamorado de Amanda. Primero me sedujeron sus encantos, ahora me acaricia el alma saber que intuyó mis malestares y me trajo hasta aquí sus cuidados; yo sabré recompensarle el bien que me hace ahora pero ningún bien es mayor del que significa la libertad que le ofrece a mis pasos, este bien último tal vez no logre recompensarle. Iré hasta donde tenga que ir para corresponder los cariños de Amanda.
-Eres tú contra todos, muchacho. No te apresures... Ve despacio. En nombre del amor muchos hombres han caído...

La mujer abandonó la recámara, Van se dejó caer sobre su almohada, meditabundo, circunspecto, enrevesado con esa confesión que la Tía Martinica le había arrancado de la boca destrozándole cualquier paso silencioso que hubiera querido tramar, de hecho ya no podía tramar nada mientras su refugio sea la guarida de los lobos que pretende azuzar. Intento apretar los ojos para hallar calma en sus tormentos antes que advirtiera unos pasos temerosos introduciéndose en la habitación...

-Van, soy yo Amanda ¿Puedo entrar?
-¡Amanda! -contestó Van sobresaltado-

Amanda penetró en la habitación abatida, como si hubiera recibido una paliza de sermones sobre su frente. Se sentó al costado del convaleciente, le acarició las mejillas como quejándose del dolor que sufría, juntó su regazo contra el cuerpo de Van, le dejaba sentir su respiración al oído y este le correspondía con suavísimos susurros incomprensibles, Van lloraba en silencio la suerte de ambos, ella le consolaba con el desliz de sus dedos sobre los labios, ambos mezclaban el temor de ser sorprendidos en cualquier instante con la irresistible fuerza que los mantenía unidos. Su pecho retumbaba bajo la voluptuosa fuerza de esa mujer que le apreciaba la vida y le cuidaba, ella se sentía una diosa en sus brazos, ese hombre no la desnudaba con los ojos como lo hacían todos, ese hombre se había sumergido en sus adentros, había anidado de pronto en sus sentimientos, ese hombre no era un ejemplar más, era el ladrón de su inocencia escondida y agitador de sus sentimientos más nobles. Eso que anidaba en su corazón se lo dijo al oído entre quiebres de sollozo y Van le rodeó la cintura para proclamarle su amor valiéndose del más certero ataque en favor de ambos: el húmedo silencio asestado sobre las pasiones.
Entonces, solo entonces Van fue de Amanda y Amanda fue de el...

30 agosto 2008

"La Tía Martinica"

-¿Qué le ha sucedido a este finito universo mío? -cuestionaba Van en medio de un profundo estado de inconsciencia-
Una verdadera batalla de titanes se ha librado en un mundo diminuto que apenas alcanza el tamaño de una cabeza. El sol se ha hecho tan pequeño, tan denso y tan ardiente que, en medio de la batalla, pugnan los gigantes por atravesar los muros que los mantienen frente a frente. Los gritos de guerra que se dedican semejan al rugido de leones, mueren a cada instante, sangran en todo momento, se calcinan con los ardores del ring que los contiene para el combate.
La sed es el árbitro perverso que condena a los incansables combatientes a sufrir la ausencia de treguas en el camino que los dirige a la muerte, acaso el único camino, y el menos accesible, para atravesar los muros, guardar silencio, abrazarse a si mismo y no sentir el deseo irreprimible de beber nunca más. Mientras tanto, todo al rededor se torna tosco, como si se practicara un involuntario acercamiento microscópico sobre lo primero que caiga en el solaz de los ojos. Los pensamientos adquieren sombras y los hormigueros mas intrincados se tornan en un laberinto de cuevas, los espacios suaves desaparecen y brotan clavos en vez de musgo, tiembla toda la superficie hasta derrumbarse, no hay truenos porque los gigantes le han robado, ya, la más temible de sus voces. Las aguas no fluyen en ríos porque todas desbordan al hallar enormes rocas infecciosas en el curso que antes le correspondían, duele más atravesar esas rocas que escupirlas sumisamente por el borde. Muerden vorazmente las sienes rompiendo sin cuidados los hilos del músculo que las protegen. Punzan sobre la piel ardiente lanzas afiladas y calientes. Fluye presuroso el torrente en la misma medida que mueren legiones enteras de valientes soldados cerebrales. Con tanta barbarie como antesala, ha de ser magnífica la muerte.

Así enferma Van, así se trastornan sus sentidos; cuando no hay arrullo que le sirva de medicina, cuando se siente incapaz de provocar una sonrisa al no poder relajar sus sentidos con la suya. Una muerte consciente, así es la extraña enfermedad que adolece.
-¡Atrás! -delira- ¡Atrás malditas! Han pervertido mi sangre, ¡Han encenagado mi mente!

Hubo de quedarse dormido sin advertir el dolor inicial; no reparó, seguramente, en los aguijones disecados en su piel, tiñendo de minúsculos puntos granates su blanca camisa de seda georgette. Van, creyó despertar al día siguiente con el sol bastante adelantado para asegurar que aún estaba sobre las horas de la mañana. Intentó levantarse sin lograrlo: no conseguía reunir la mínima fuerza para arrojarse a caminar.
Había sufrido el ataque de tabarros, no lo libraron las mantas del anciano ni la prisa con la que salió del campo. Horrorizado, al ver su cuerpo atentado de pequeños y profundos cráteres, tumbó súbitamente su cabeza hacia atrás. No podía estar pasando esto: estaba solo, no conocía a nadie, excepto a la familia de Zaira, pero ellos sin estar lejos no sabrían hallarlo; por otro lado él, estando cerca, no tenía la fuerza necesaria para acercarse. Van estaba ahora a merced de su anárquica enfermedad.

Un fieltro gélido refrescó su frente sudorosa, recuperaron sus corneas la posición que les pemite ver el mundo real, al otro lado, donde estaban, solo percibía un mundo imaginario y matizado de gritos, sangre y espanto.

-¡Tía Martinica! ¡Ha despertado, tía Martinica!
-Gracias a Dios Josietita. Dile a la Amanda que me traiga más pañitos y que se fije si la sopa está lista para darle a nuestro enfermito.
-¿Se encuentra mejor jovencito? -preguntó Martinica, la dueña de la posada- Parece que ha bebido demasiado, tuvimos que patear la puerta porque sus gritos nos alarmaron-
-Me han picado tabarros mujer... -respondió Van secamente, como indiferente a las cariñosas atenciones.
-Ay bendito, Dios nos libre de ser picados también, quédate ahi que ahorita te rezo.

Para el asombro de Van que naturalmente no evidenció su sorpresa, sino que pretendió cerrar los ojos en eventual adherencia al rezo:

Amaro Dad, savo san ade bolipe,
Teyavel arasno tiro lov,
Teyavel tiro rayan,
Teyavel tiro kam.
Sir pe bolipe, ad’a i pe phu.
De amenge, adadives, amaro sabdivesuno maro;
I khem amenge amare dosha
Sir i ame khemas amare doshvalenge ;
I nalija amen ade perik
Ne muk amen fuyipastar:
Ad’a teyavel.

-No ocultes más tu desconcierto muchacho, no te asustes, no te estoy maldiciendo. Todos afuera piensan que solo tenemos la boca pa maldecí y no es tanto así, te he rezado padre nuestro para que Dios sepa que estás con nosotros y en su misericordia infinita te libre pronto del dolor.
-Lo lamento... -pronunció Van, reclamándole con la mirada su nombre.
-Martinica, -respondió la mujer- dime tía Martinica, nada de Señora. Ya oíste. Ya sé que te llamas Van porque te registró ayer mi hija Josieta.
-Muy bien tía Martinica, ocurre que en toda mi vida no he escuchado un Padre Nuestro así: musicalmente triste y profundamente religioso.
-Pues ya lo ves, entre nosotros vivimos cada palabra que decimos. Entendemos que el poder del hombre está en lo que dice con los labios y el corazón unidos. Muchas creencias hay en el mundo, pero no todas estan atesoradas en el corazón sino que se repiten y se repiten, generación tras generación, y lo que un día fue verdadero para las generaciones siguientes pierde su esencia y su valor.
-Lo he visto en persona, Tía Martinica. Fíjese que...

La puerta se abrió repentinamente, interrumpiendo el ánimo recuperado del afectado.

-Tía martinica, aquí traigo la sopa que me encargó... -extendió sus manos Amanda y reposó sus enormes ojos pardos en los de Van.
-Gracias monshé (1) -respondió amorosamente Martinica.

Van evitó la mirada, comprendiendo donde estaba alojado, a dónde lo había traído, maliciosamente, la naturaleza lúdica de su destino. El se siente siempre en perfecto acuerdo con su existencia, nada puede perturbarlo, esta debe ser una circunstancia como cualquier otra, sin embargo, se pregunta: ¿Por qué a mí? y enseguida se responde: ¡A mí! Qué bien que me sucede a mí.

Amanda le mira con amor, sin temor a que le vea Martinica, sacando partido que el hombre tendido estaba enfermo y podía disfrazar sus deseos por medio de la compasión.
Van en cambio, lo reprime todo y se conforma con verla reflejada en la sopa que Martinica le alcanza a cucharadas.

¡Qué dolor!

22 agosto 2008

"Oh Soledad, Patria Mía"

-Amanda ¿Dónde estás cariño?
Una voz gruesa y quebrada interrumpió el improvisado idilio de Van y Amanda

-¡Corre! ¡Corre! –Musitó impaciente Amanda, la gitana- No deben verte aquí, ¡escóndete! ¡Allá, allá! Detrás de esas balas de paja.
-¿Por qué? No he hecho nada. ¿Quién te busca?
-No seas necio, te lo ruego, haz lo que te digo.
-Me iré, pero no te vayas de mí -Suplicó Van-
Ella le respondió con un beso en la frente, que le sirvió de juramento y Van corrió detrás de los fardos ayudado por la barrera de una hilera de carruajes vacíos, estacionados frente al árbol cuyo susurro de hojas y ramas había sido el trasfondo de la sinfonía que le había inspirado hace un momento. Van huyó, sin sentir el deseo de hacerlo, sin saber por qué lo hacía, sabiendo nada pero sospechándolo todo.

Amparado detrás de los bloques, observando las colinas vacías, halló la fuerza necesaria para comprender su nuevo estado, ahora sus pasos siguientes se tornaron incalculables, todo lo que antes fue físico y comprobable ahora era indiscutiblemente metafísico y salvaje, solo los subterfugios que anidaba en el alma podían darle cierta estabilidad para respirar y no cerrar los ojos en el vano afán de desaparecer al saberse perdido, sin rumbo y sin casa.

-Te fuiste sin decir nada -reclamó el hombre, que buscaba a la gitana-
-Joaquín, querido, después de bailar sin descanso me sentí muy cansada -excusó Amanda-
-Entonces te hubieras ido a casa en vez de dar aquí hasta las pajas. Nuestra madre -así se refieren los gitanos comprometidos cuando hablan de la madre del novio- nos está esperando para tomar el tilo y dar gracias a los santos, es mediodía, si no te apuras llegarás a la hora de la comida y vas a ganarte una reprimenda que nos va a dejar calientes los oídos. ¡Vamos levántate!
-Sí es verdá, la tía Martinica debe estar esperándonos, no sé que me ha pasado, me ha poseído una fuerza incontrolable, parezco preñada.
-¡Ni lo digas mujer! Lo deseo, pero todo debe darse como guía nuestro patriarca.
-Hombre, castígame la boca por parir tonterías. Vamos, pues...

Van, del otro lado, aguzaba tísicamente el oído para enterarse. Amanda estaba comprometida, lo escuchó todo, casi todo, porque el viento agitaba violentamente la copa de los árboles, las ramas que otrora bendecía ahora las maldecía. Pero no había en la escena mucho que descifrar, le bastaban los ojos para darse cuenta de la realidad. Una realidad que no toleraba porque la mujer, que estaba yéndose con otro ahora, le había sujetado fuertemente con las cadenas ardientes de su encanto animal.
Ahora Van no quería pensar en nada más, no podía hacerlo aunque quisiera. Cogió un bloque pequeño como almohada y se rindió ante el temor para sosegar los embates del probable acecho del que pudiera estar siendo objeto. Van Meditaba:

-En su lugar no me habría quedado tranquilo, seguramente mandaría a alguien para que husmee, para saber si ahí, junto a una mujer mas temerosa que dubitativa, hubo alguien que quisiera, muy infelizmente, robarme la novia a pedacitos de galantería. Qué me voy a quedar tranquilo, si lo que quiero es no soportar una llaga mañana arañándome ahora y curando de inmediato la herida provocada. Vendrán a buscarme, seguro que así será. Aquí los espero, venga quien venga: yo soy un extranjero, no tengo casa ni dinero y he venido a tomar la siesta ¿Cuál es el problema?

No logró dormir, pero mantuvo cerrado los ojos y pasando saliva, más por ansiedad que por pura necesidad, pensaba en los caminos que lo habían traído hasta ese paraje indescriptible de mediodía, le agradaba en cierto modo estar rodeado de colinas, de arboles cómodos y pequeños, de un cielo tan azul que penetraba en sus pupilas, de hombres enloquecidos por su cultura, pero sobre todo le llenaba de alegría estar lejos de esa masa hirviente de pequeños burgueses algemesinenses; sin embargo extrañaba mucho a Fernando, seguramente el sabría qué hacer en estos casos, pues esta es la tierra cuyos habitantes odia sin descanso…

-¡Atrás! ¡Atrás malditas!

Van sintió en el pecho el golpe de una frazada torcida, una vez tras otra. No supo, en el lapso del descanso hasta la reacción, si le estaban golpeando o acariciando, porque no parecía que le estuvieran atacando. Tenía al frente a un anciano, envuelto en una sábana, que le golpeaba frazada en mano, y repitiendo las mismas palabras: ¡Atrás! ¡Atrás malditas!
El hombre destorció la frazada y le cubrió rapidamente.

-Joven, cómo va a quedarse a dormir, aquí, entre brozas y paja. No sabe Usted que es temporada de tabarros.
-¿Tabarros? ¿Qué son tabarros?
-¡Canesú! ¡Los vientos repentinos perturban a los ríos y esos ríos mismos a las tempestades todas! –clamaba indignado el hombre contemplando el cielo, con los ojos nunca abiertos.
-¿Qué? –reclamaba van aquella frase extraña y la ignoró al reconocerse ignorante- Explíqueme por favor que está pasando, me ha envuelto como si nos tuviéramos que proteger de…
-Tabarros joven, llegan enjambres de tabarros a estas tierras poco antes de la siega, todos les tememos porque su picadura causa dolores indecibles.

Van, visiblemente espantado, echó la vista donde le condujo el índice del anciano. Tamaña sorpresa se llevó al observar el cuerpo inerte de un insecto que parecía prehistórico, un animal enorme y espantoso, semejante a la avispa pero con el tamaño de un puño campesino.

Más espantado que al principio, cuando creyó inútilmente que vendrían a buscarlo, arriesgó la frazada devolviéndola a su bienhechor y corrió, corrió en cualquier dirección, alejándose de las colinas y adentrándose en el pueblo. Los lugareños no le prestaban demasiada atención y esto, en cierta medida, le reconfortaba. La apariencia de andaluz errante pudo haberlo camuflado muy bien entre ellos, le asimilaban con general indiferencia. Pronto dejó de correr y se fue a la posada que eligió en la mañana. Sus cavilaciones entre la hojarasca, el viento, los arboles y la paja resultaron tan profundamente estremecedores que las horas lo sorprendieron para alelarlo hasta las ultimas luces de la tarde que moría.

-¿Dónde estaría Amanda ahora mismo? –Se preguntaba- Seguramente con el hombre que más tarde le acompañaría hasta su alcoba –resignaba al mismo tiempo que cogía una silla para apostarse en el bar de la entrada.

-Una copa doble de ron y un tilo frío por favor –ordenó, aturdido por el desconcierto y devastado por la soledad, álgida soledad que en la mañana de hoy la sintió ajena y perversa. Ahora la soledad es nuevamente su fiel compañera. Dos tragos más y ya evocaba al amo de la soledad: “Oh Soledad, patria mía”

18 agosto 2008

"Traspié sin caída"

-Necesito dejar en algún lugar esto que me estorba -pronunció, entre labios, Van sin saber (o sabiéndolo secretamente) si se refería a su maleta llena de ropa o a la pesada carga que llevaba en el alma: las culpas, los resentimientos, la rabia contenida, la tenaz resistencia para amar, la ira hacia los simples, incluso el amor propio que no lo dejaba solo jamás.

Todavía absorto por la atmosfera festiva y el aroma a seducción que despedía la joven gitana cuando cantaba. Ella lo miraba con dulcísima maldad, le sorbía la atención con un guiño y lo arrastraba con la mirada a donde le guiaba la gana. Hay que ver que malvada gitana, que con un movimiento de su falda estaba atropellando a un hombre que en su estado natural no ostentaba semejante derroche de idiotez.

Convirtió en baile, la gitana, su grito de guerra y victoria. tenía en frente la oportunidad de saborear la caída de un hombre que atrapó casi en el aire, cuando emprendiendo veloz marcha, semejaba a una estrella que no vería jamás, la misteriosa oscuridad de sus ojos cobraban una voz atronadora e inaudita: ¡Ea! bandolero errante, no te reconozco entre mis bueyes, no irás muy lejos mientras tenga cuerda para rodearte, no intentes confundirte entre esta horda salvaje, no eres blanco ni pinto, sino azabache y de buen galope, no tengo entre los míos nada que se compare contigo. Ya vas a ver...

Van, que no es nuevo ni improvisado en tales lides, había leído perfectamente el lenguaje sin vocablos que la mujer convertía unas veces en polvo y otras veces en canto. Se dejaba ver embelesado, mantenía su semblante como en clara súplica de no soportar la belleza, y de vez en cuando se mostraba inmune para aderezar su deseo con desencanto.

Sin prisa, y calculando la longitud de los pasos que iba premeditando al mirar a cualquier lado, falsificó a la gitana un grave desinterés en su danza; un talón a la mitad del otro pie y un giro elegante que arrojaba las espaldas al castañateo y la algazara.
Se dirigió a una posada; imitando la pausa de un lugareño que deambulaba, pacientemente, en busca de retazos de alhambres en el piso, para sujetar las piezas de juguetes artesanales que fabricaba para su expendio; la mirada de un lado a otro, los pasos sin firmeza aparente, con una calma que irritaba tenerla al frente. Claro que irritaba, porque ahora la joven bailarina le miraba echando rayos y profiriendo maldiciones silentes. No era para menos; ese advenedizo, le había robado, aunque hayan sido segundos, le había robado la mirada; no podía irse así sin más, desdeñando las pasiones que expuso a flor de piel y al candor de sus labios ¿O no entendió lo que cantó al final?

Ella, obstruyendo la conformación de sus lágrimas rabiosas, sonrío al viento y continuó impasible.
El, estaba preocupado en quitarse el peso del alma (sin conseguirlo) y en dejar su equipaje a buen recaudo.

Al salir de la posada, aprovechó el improvisado bar instalado en la entrada; se sentó a beber un trago y se dispuso a observarla detrás de un arreglo de bambúes desgastados por el sol; la observaba complacido, porque ella no ocultaba su furia y regaba sus miradas furiosas para hallarlo, solo en ese momento supo que entrambos existía igualdad de condiciones para salir a matar en las guerras lacerantes que plantea el amor en la antesala.
La observó, sin dejarse ver, hasta que se marchó. trazó dos líneas, tan veloces como cautelosas, para hallarse frente a frente. Van guardo silencio y ella se dejó callar al mismo tiempo que le alcanzó un impertinente rubor que le obligaba a bajar la mirada.

-Mujer, tolera mi indecencia esta vez; no tuve otro camino que este que me conduce a ti, me siento bajo la hipnosis que tendiste en la plaza con tus sedas brillantes y tu voluptuoso aroma femenil. Sé muy bien que apelas a la dulzura para tenderme lazo, ahora que me has traído aquí, te suplico que tires de él, para quedar atado a tu regazo.
Te he seguido porque me he rendido luchando contra la invencible locura de poseerte. Aunque no lo creas, conozco el temor que te asalta de repente: hábiles son los hombres para atraer mujeres, pero muy torpes para atesorarlas. Has de saber ahora mujer, lo peor que tengo de hombre: sí ahora mismo decidieras poner un pie en esta trampa, hazlo segura de ver un pie mío en ella; pues si un sol alumbrara el día que me ganares, no habrán estrellas que presencien tu llanto por perderme jamás. Yo te entrego el alma ahora mismo, siempre que me dejes ver, en el caudal de tus bríos, que tienes más de una como prometiste en la última de tus melódicas letanías.

Ella le miró con desprecio, como aturdida por el deshollamiento que sufría, ante la intemperante resolución del extraño, lo miraba y sintiéndose invadida retrocedía, juntó su dedo medio al anular y los dejó a la caza del pulgar, el meñique empinado al cielo y el indice viajó hasta sus labios para expresar su imperiosa necesidad de callarlo. Lo rodeó con la otra mano la cabeza, se acercó en un paso cruzado dirigiéndose a su oído y, bajando cada vez más la voz, le dijo :
-Deja ya esa arrogancia atroz...

Sin terminar de decírselo dejaron de ser dos.

Van había caído en aquello que un ayer terminó por volverlo como lo conozco ahora.
Hace mucho tiempo, antes de enamorarse, era ingenuo y después de hacerlo por primera vez se convirtió en el más vulnerable de los seres; cuando lo hubo superado, se volvió reflexivo hasta el día de hoy. No puedo afirmar que ha caído el Van reflexivo, pues seguramente lo está siendo tanto que está ganando terreno en la exploración del más grave de sus sinsentidos. Eso es algo que sospecho, pero solo el puede saberlo...

14 agosto 2008

"Piedra en el Camino"

Van trataba de dejar a su sombra en el camino con la prisa que imprimía al andar, todo a su alrededor marchaba a la velocidad de sus pasos. Mantenía la cadera torcida hacia adelante y la cabeza siempre en alto, como buscando desaparecer al gentío de su panorámica personal. De vez en cuando bajaba la mirada para apreciar el espectáculo puntillista que ofrecía el caótico ir y venir, los transeúntes con sus trajes de luces y colores inigualables.
Al rededor todos inventaban su danza y su alegría: Una anciana canataba los nombres de las ropas que vendía, a su lado un anciano masticaba tabaco para catarlo primero, y fumarlo después en tostadas hojas de plátano que sacaba de una sartén al fuego lento de su hoguera; más allá una ronda de adolescentes jugaban a tirarse discos y atraparlos lanzándose en el aire; habían más faldas que pantalones a su alrededor, la mayoría de ellas ataviadas con pendientes casi tan largos como sus cabelleras, los labios encendidos como trozos de carbón incandescentes, entre los faldones neonescentes titilaban los reflejos solares sobre medallas enclavadas en la cintura y medallones encaramados en los senos; las pocas figuras masculinas recorrían las calles dejando en el camino la furia de sus pisadas, llevaban bolsas repletas de hortalizas frescas, madejas de hilo y utensilios de porcelana, cruzan las calles con la misma rapidez con la que atraviesan las estrellas fugaces el firmamento. Van, en su propia danza, caminaba sin descanso como evitando que alguno le cerrara el paso para encararle los luctuosos hechos de la noche que Zaira se encargara de borrar valientemente.


Un tímido castañeteo penetró en sus oídos, el zapateo lento ondulaba su vigor cadencioso en las corrientes de aire al compás de dos negros cajones, las castañuelas revolotean audaces arrullando las voces adoloridas del cantaor. ¡Dame luz que quiero morí! y ¡Olé!, se escuchaba por donde quiera que se prestaba el oído, las manos ardientemente femeninas dibujan suaves líneas sinusoidales en el vacío, y las palmas derraman sangre tiñendo el sonido de las guitarras malditas de tan sonoras. Cantaban todos la seguiriya con la misma religiosidad con la que se reza a una santa virgencita:

qué locura era el negarlo
pero tu pa miacabaste
y así vivieras cien años
qué doló de mare mía
cuando viá tené otra mare
como la que yo tenía
si no es verdá
que dios me mande un castigo grande
si me lo quiere mandá

La dolorosa voz de Anica la Piriñaca, cantaora gitana de los ayeres, aún en estos días, quebranta corazones; no olvidan el pasado que los condena a nacer llorando y cantando siempre. Cuánta maldad y bondad hay en cada estrofa impostada. Cuánta lisura sanguinolenta derraman los gitanos, girando alrededor de una desgarradora danza que los mueve a mezclar lo mismo sus penas que sus alegrías.
Una voz quebrada se escapa de la incontenible tristeza altiva que la embarga: "Ay España como me dueles, me duele tenerte adentro como si te amara, me dueles como espada, como aquella espada de Alfonso V sobre mi pecho frío de tan sereno, quisiera moríme en tus brazos y huí enseguía para que no veais mi agonía. Quién será mi padre, que e mí no se acordao toavía, soy en este pedacito e tierra, huérfano de todos y propiedad de nadie, sí señor, de nadie he dicho, porque nací indómito e indómito y partío me he de ir. No me lastimes más con ese ajeno desprecio; no, no es por ti que estoy sufriendo, de estas lágrimas que me ahogan ahora, son causantes esas almas malditas que en tu nombre me desprecian, ¡Ay! España como me dueles, no me dueles tú, me duelen tus espadas"

Miraba al cielo la mujer que colgaba en las nubes sus repentinas melodías, llevaba los párpados cerrados y regalándolos al cielo, llevaba una rosa encarnada en su cabellera, negra y sedosa como crin de yegua, los pómulos rosáceos, la nariz recta como una delicada pendiente de rocas convertidas en arena, las cejas malvadas y los ojos ahogados en profundos abismos cuyo brillo arrogante pretendía darle un nuevo significado al pecado. Esa piedra, esa mujer, que bailando al cantar, despedía temerarios fuegos de su cuerpo.

Van, contagiado y atraído por la belleza agresiva de esa mujer colorida, enterró la maleta debajo de sus pies, cerro sus ojos también y dejó encargado su camino al olvido, jaló una silla y secó sus manos sudorosas aplaudiendo sin más ritmo que el que marcaba sus latidos, sin más compás que el temblor de la ajena inspiración.
Ella cantaba y le miraba como logrando encontrar todo en medio de la nada, cantaba la gitana, exudando en su danza desbordante sensualidad, cantaba autografiando su dulzura en los labios ajenos, cantaba para el extraño que se detuvo en el camino a contemplarla, cantaba para Van, que se dejaba ver vapuleado por la mirada animal que soportaba:

Y Olé. "No te alejes de mí, errante; no te vayas sin amarme antes. Qué eucalipto te parió, que al pasar me capturas con aromas de verdó; cierren los cielos nuestros fuegos pa dejarte sin salía, te juro yo por la maremía, que si no me dejas tocarte el alma te dejaré tocar las mías."

11 agosto 2008

"El Otro Perro"

Un baño de cálidas luces naturales recuerda a los ciudadanos de Carrascalette que Dios les ha bendecido con un día nuevo, les alienta con una brisa que hace silbar los maderos que emergen de la tierra, para protegerlos de las intempestivas calmas y desaires de los temporales que, aquí en Carrascalette, al otro lado de la vía ferroviaria, parece indisciplinarse de las estaciones climáticas. Esta ciudad aislada y arrinconada por la fuerza inherente a los fierros retorcidos, que es el camino obligado de los trenes, flota magicamente entre arcoiris humanos y sonoros resplandores en los trajes de sus habitantes: Son los gitanos que llegaron hasta aquí para asentarse.

Van despierta con una sonrisa que tal vez Goya le haya inspirado con una enigmática pintura sin título, que el ha convenido llamar "El dolor de Goya incomprendido"; lleva consigo, copias de sus silenciosas melodías pintadas. Cada vez que se siente desolado, recurre a su expectación hipnótica que le trastorna las emociones al punto que se siente feliz de haber nacido después de haber sido realizadas; al mismo tiempo se pregunta ¿Qué hubiera sucedido si Goya no hubiera sido un corriente mortal? Sintió miedo de responderse y sacó de inmediato esa pintura que tanto lo embarga: "El Perro". Contemplaba este lienzo pensando en esa gran mentira que le hizo inocente: La noche anterior, en efecto, un perro atacó al niño, pero no se dijo que el perro era el. Apartó sus pasos mentales de esa oscura verdad por necesidad.
Muchos no entienden "El Perro" de Goya, peor aún muchos creen entenderla perfectamente y Van es uno de ellos:

-¿Habéis visto un lienzo tan perfectamente tácito y al mismo tiempo inescrupulosamente enigmático? ¿Que podemos esperar de el, ese genio cuyo nombre y cuerpo eran lo único que lo hacía parecer humano? No se sabe nada de este hombre porque el no sabe nada de los hombres, todo lo que hizo durante su vida fue expresar su admiración por estar entre ellos, parecerse a ellos y no ser uno de ellos. Puede llamarse a esto soberbia, y lo es, pero no es la soberbia como los humanos la conocen: como un malvado gesto de desigualdad calculada para trazar diferencias con el resto. No, este genio era soberbio porque no podía ser de otra manera porque tal es la naturaleza de un ejemplar humano que ha sido capaz de hallar su divinidad y hacerla brillar.

Goya, me recuerda las elucubraciones más hondas, las reflexiones que me han dejado a dos pasos del abismo: "La fantasía, aislada de la razón, sólo produce monstruos imposibles. Unida a ella, en cambio, es la madre del arte y fuente de sus deseos".
Cuando he sentido la presión incontrolable de quienes aspiran a mis favores y pretenden ridiculizarme de la misma forma como nos burlamos secretamente del perro que hace nuestra voluntad, cuando le tenemos, al alcance de su olfato y lejos de sus garras, un hueso que desea febrilmente. En esos momentos Goya deja de ser colores para ser reflexión inaudita: "La gente tiene que acudir a mí cuando quiere algo. Yo me dejo ver muy poco y sólo trabajo para personas de alto rango o para los buenos amigos. Pero cuanto más me hago de rogar, tanto menos me dejan en paz, y no sé cómo puedo hacerlo todo" Así siente mi maestro y me sumo a su malestar, pues el entiende mis pesares como ningun dios entiende a sus criaturas.
Veo a ese perro incrustado en su lienzo y hasta ahora nadie coincide conmigo. Cuando hayo, en la ternura del animal, el dolor de Francisco en sus temores al hallarse en el limite que traza la muerte para su permanencia, allá, detrás de ese animal, se aleja su figura, se desdibuja su mentón, su nariz, mas no su mirada; contradiciendo, como todo genio, la creencia espiritual que solo los ojos son la ventana del alma. El perro observa a un sacerdote con las manos dispuestas a la oración; detrás de este, un angel se eleva furioso hasta convertirse en un demonio alado y furibundo que se yergue en favor de la oscuridad más elevada que lo aguarda. Yo lo veo muy claro pero, hasta ahora, nadie lo ve como yo. Qué placer tan grande produce comprender a un genio, con la sumisión que me provee ser su sencillo expectador.

Van, pasmado, inmerso en un estado de autismo que le flagela el arte y su expresión sublime, enfoca nuevamente sus sentidos. Observa con dificultad, los segundos reales van superando gradualmente. Contempla los maderos silbantes que le separan de la nueva ciudad que lo ha alejado de la furia constante, de los arrebatos falaces y la incesante búsqueda de la comodidad. Búsqueda que no prosperó nunca por hallarse entre gente que no estaba dispuesta a comprender su naturaleza errante. Despierta por fin y se halla enclavado en una ciudad errante.

Afuera, la ciudad rumorea como un batido de olas, semejante a los ruidos que fabrican los comerciantes, se sintió por breves segundos en medio de su arrabal añorado, indentado en algún feroz mercadillo. Se sintió feliz y apartó las sábanas de su cuerpo.

-Buenas tardes Señor, -saludó la madre del niño embestido- ayer al llegar le pregunté su nombre pero cuando esperaba su respuesta ya estaba dormido ¿O se hizo Usted el dormido?
-De ninguna manera -sonríe- Ayer al llegar me sentí cansado, solamente, cuando dejé de cargar al niño. Aunque no lo crea, sin necesidad de defenderme de un animal violento, gasté más energías que el pobre niño.
-Joven ¿ahora sí me va a decir quién es Usted?
-Primeramente le prohibo que me siga tratando de "Usted". Mi nombre es Van Scribenz, nací lejos de aquí, en un territorio llamado Perú. He llegado aquí porque quería visitar a un gran amigo, en realidad ya lo hice y ahora me dispongo a volver.
-Dice Usted... Perdón. ¿Dices que vienes desde Perú? -inquirió atónita la mujer-
-Así es, de todos modos, no creí que después de sentirme tan malvenido, ahora me encuentre aquí, con tanta amabilidad y hospitalidad que me ofrece.
-Un momento, -interrumpió la mujer- primero me prohibes que te trate con respeto, sin embargo me tratas con respeto a mí...
-El respeto no depende del trato. Inicialmente, yo trato a todos así, hasta que dejen de merecerlo, pero para ello necesito que me traten con total confianza. Lo que busco es eliminar el respeto que me producen, al principio, los demás.
-Van, no te entiendo.
-No es necesario, es mejor así: La menor de mis pretensiones es que me entiendan.

Van salió del cuartito de maderos, sin dejarse perturbar por la decoración multicolor y omnipresente, un biombo musical, que refrescaba los ambientes, lo separaba de una salita que veía ayudado de las luces que penetraban por las rendijas de toda la casa, la casita parecía extraída de un cuento arabe o hindú, todo alrededor suyo era muy modesto en apariencia y sumamente suntuoso en la esmerada decoración. Esta no era una casita de Cristal como la de Fernando pero era una casita de maderas cristalinas que le embebían los ojos de fantasía.
Al atravesar el biombo con una brazada lenta y determinante, observó a Zaira, la hermana de Juanito, con sus diligentes manitos dentro de un tazón, quitándole la cascarita a las semillas de arroz. Viró la mirada y advirtió una sombra que huía fugazmente de su alcance. Juanito huyó a las faldas de su madre sin decir palabra. La madre, sorprendida, buscó con la mirada a Van. Sin hacerse esperar, la niña intervino para acariciarle la cabecita a su hermano:

-No tengas miedo Juanito, el es quien nos ha traído a casa después de que el perro te quiso morder.
-¿Cuál perro? El me pateó.
-No Juanito el pateó al perro. ¿Ya no recuerdas nada?
-No vi ningún perro -resintió el niño-
-Ya, ya. Váyase a jugar -terminó la discusión Zaira-
Van, lo mismo que la madre, no salía de su asombro. Se despidió afectuosamente de la mujer, recogió sus cosas, descorrió el último biombo y se fue, dejando tras de sí, una vela incandecente en el interior de cada uno de ellos: La madre se debatía entre el agradecimiento generoso y la acusación resistente de su hijo; la niña defendía su generosa mentira; el niño intentaba recordar algo que no recordará jamás. Van sin embargo no había perdido la sonrisa, acaso sonrío más ese día, el día que su mente lo concibió como un perro, el otro perro.

09 agosto 2008

"La Cosa Humana"

La noche que Van descansó sin castigo, fue una noche que tiñó de sangre con sus manos hasta mezclar la oscuridad del cielo y el ardor de sus ojos en una ceguera morada que no le dejaba pensar con tranquilidad.

Esa noche aciaga y casi mortal que fue la obertura de una tarde cuya fatalidad ya se anunciaba con el retrasado tañido de las campanas al mediodía, con la que la catedral de Algemesí convocaba a su misa santa, una reunión eclesiástica a la que asistían cristianos muy persevarantes, casi al unísono de las sempiternas notas clericales del campanario, como Doña Lucía y Don Gabriel. Gabriel Ibarreda, ese alcireño detestable que era el padre de Fernando. La tarde de ese día bajo su calculada dirección, dejaron de asistir puntualmente para convocar a la unión familiar, en favor de la expulsión de Van Scribenz: el huésped inesperado.

Esa noche impune y cómplice de una tarde de levíticos rezagados, caló hondo en la memoria del hombre que encabezaba su puesta en escena, precisamente por ese tufillo a deserción, rabia desatada y compulsión propia y ajena para la práctica infame de la mentira.

Van lanzaba, con cierto desprecio, una furibunda mirada retrospectiva y veía en todo ello una extraña bienvenida de este pueblo. Suspiraba y en el fuerte temblor de sus efluvios de rencor parecía balbucear el nombre de esa población que maldecía su visita con una amplia sonrisa; Algemesí.

Seguramente, si los pueblos pudieran condensarse al punto de tomar una forma humana, Algemesí sería un caballero elegantemente ataviado, con el menton elevado y los ojos perdidos en el horizonte de sus pasos solidarios. Un hombre así no le daría la bienvenida a un libertino, arrogante y engreído como Van, pues el mundo impersonal de la soberbia y la altiveza no admite duplicados: dos elementos similares se repelen, aunque se invierta, obstinadamente, esfuerzos descomunales para lograr disfrazar su irrefutable naturaleza.

Van Scribenz logra detenerse entre la luna de esa noche y el sol del día siguiente. Reflexiona:

-Está claro que los comportamientos humanos son solo puentes de transmisión de emociones, de afecciones personales y reacciones individuales frente a lo que considera una coyuntura notable para excacerbar o moderar la importancia de su permanencia entre sus semejantes.
Los comportamientos son indistintos en esencia, pero cuando se proyectan en lo que hemos convenido llamar la realidad adquieren multiples formas que se dividen en dos facciones opuestas: Unos defienden la vida; apoyan la moral masiva o sentido común; gobiernan y se dejan gobernar; aman aún sin motivos para amar; proclaman la existencia de una divinidad; en síntesis viven de acuerdo a ley, sin saber siquiera qué ley.
Otros en cambio Detestan abiertamente la vida en tanto no se decrete que el derecho para defenderla se debe respaldar con el derecho para finalizarla; generalmente a esa clase de individuos se les clasifica como agresores o subversivos aún cuando sus fines son infinitamente sublimes y justos; construyen una moral propia y no crean objeciones contra la moral de los demás en tanto esta tenga como prerrogativa la originalidad de su existencia o la probada coincidencia con su espíritu creador; son apolíticos, por una razón muy sencilla: consideran que son demasiado serios para asumir un papel atemporal, puesto que el hombre, en efecto, es un animal político pero su fase de evolución actual dista mucho de la necesaria para representar cabalmente los papeles que dictan la conducta del gobernador y el gobernado; Entienden el amor con mayor respeto y cuidado, no creen en dios por una holgada preferencia a creer en varios, pues esto estimula fuertemente su creatividad y alienta las fuerzas que mueven la libertad del espíritu que los posee y poseen al mismo tiempo. En síntesis viven de acuerdo a ley, como los unos, solo que a diferencia de ellos, estos creen saber qué ley.

Un universo poblado de seres conscientes e inconscientes establecen diferencias entre sí, guiados por la fatalidad natural de toda fauna terrestre: establecer su dominio, actuar para comunicar su superioridad, vivir para liderar. Tal vez no haya consensos jamás, pero no podrán refutar que a pesar de ser tan diferentes en el fondo, en esencia son la cosa misma: la cosa humana.

03 agosto 2008

"Dejad que los Niños..."

Solo, perdido y únicamente con su dignidad a cuestas, Van enfrentó las calles comprimidas de Algemesí; la temible oscuridad que le cerraba el paso, las incesantes miradas ocasionales, incluso el farol intermitente de la siguiente esquina, parecían confabularse en su contra. Los muros de esa ciudad le perseguían furiosamente tratando de replegarlo hasta el punto mismo en que decidió su partida. Aquella ciudad no era suya y nunca lo fue, aunque en algún momento de gratitud y compañía pudo haberla sentido cercana. Alrededor todo le es extraño, todo excepto su sombra. Un sentimiento de culpa le atravesó el pecho y le hizo flotar sobre sus propios pasos. Venía de esa pequeña casa rosada, de esa casita que cobija bajo su techo a esas caras que acababa de conocer el día anterior, esas caras que en principio fueran todas amables, y al final el mismo, en una vana actitud desafiante, las tiñó de rencor. Fernando ahora estaba con sus padres y Van resignaba la realidad de volverlo a extraviar.

Solo, perdido y únicamente con su dignidad a cuestas, dejándose no caer, atravesó la ciudad con sus manos, dejando en cada columna que se apoyaba rastros del dolor punzante al ver en el a un vagabundo foráneo; su mirada altiva y la frente dirigida a un horizonte que aún desconoce le permiten huir temporalmente de su abatimiento, normalmente Van no muestra el malestar que le producen sus cavilaciones, no lo hace ante sus cercanos y menos ahora frente a esa escasa gentuza que le sale al paso. Perdido en sus odios infundados, y olvidando el rumbo en el afán de encontrar uno o inventárselo para mostrarse seguro, tropezó con una de las bancas que cercan la plaza que a esta hora luce vacía e impasible bajo la umbra de sus faroles y las sombras amenazantes de media noche.

El rostro desolador de la ciudad nocturna lo embarga, lo suprime, lo arrastra pero no se deja sepultar. Embebido de una furia que le azotaba la espalda, prefirió cerrar los ojos y dejarse vencer sobre las maderas que lo mantenían lejos del gélido cemento. Este era su momento presente y no podía presentar reclamos ni exigir nada.

Sin buscarlo, Van pretendía alojarse en un hotel pero prefirió postergarlo. Antes que el cansancio lo invadiera sin reservas, casi podía sentirse cómodo en su soledad, el silencio de la noche y el susurro de las hojas de los árboles cercanos terminaron venciéndolo, aunque agobiado por su estado de ánimo, sintió que respiraba paz mientras dejaba caer sus manos...

...Hasta que el desenfado de otras manos, recorriendo sus bolsillos, le recordó que lejos de un techo que vele sus sueños le sería imposible descubrir el mínimo atisbo de tranquilidad. Por algún motivo no se alertó, mansamente permitió que le registraran.
El dueño de esas manos, al no encontrar nada, quiso llevarse los zapatos. Van dio un salto repentino y enfrentó al salteador. Con los ojos apretados, obnubilado y sin espacios para pensar, le encajó toda clase de patadas, emprendió velocidad en sus manos contra esa presencia que no pretendió reconocer de inmediato, le daba lo mismo si era alguna otra chanza de Fernando, su fin era causar dolor, no le importaría si fuera una mujer o un anciano, era un ladrón y no merecía que le mirase frente a frente. Como si hubiera perdido la capacidad de oír, Van iba observando a su alrededor con la intención de comprender lo que estaba ocurriendo. Saciada la furia y cesando de violentar un cuerpo que no presentó la mínima intención de agredir sino de defenderse, observó asustado un cuadro que traspasaba los límites de su fría resistencia al dolor ajeno. Un niño tirado al filo del pavimento, empapado en sangre que manaba de su nariz destruida por los golpes, su calzado era un calcetín en un pie y una vieja zapatilla en el otro, a su costado un par de galletas aplastadas por su peso. Un polo sucio y sus pantalones desgastados pretendían vanamente protegerlo del frío que el mismo no soportaba.

Ahora Van estaba más herido y solo que el pobre muchacho. Cogió al niño por la espalda con cuidado de no lastimarlo más, lo apretó contra su pecho, necesitaba ayuda y sospechaba que nadie se la iba a dar. Corrió en cualquier dirección, corría y vociferaba.
–Han atropellado a este niño, ¡Alguien que me ayude por favor!
–Señor, por favor deje que me lleve a mi hermano –alcanzó a oír una voz perdida –
Sorprendido con una petición que no terminaba de comprender, volvió su mirada hacia atrás. Una niña casi en las mismas condiciones en las que estaba el pequeño herido junto a su pecho. Le seguía desde lejos, el temor la mantenía distanciada del hombre que había emprendido feroz paliza contra su hermano.
–Señor por favor, no se lleve a mi hermano. –Lloraba la niña –
–Acércate, no voy a hacerte daño ¿Qué ha pasado? Ustedes intentaron robarme...
–Sólo queríamos encontrar pan en sus bolsillos
–Entonces, ¿por qué querían arrancarme los zapatos?
–Señor, algunas veces los vagabundos que se quedan dormidos aquí lo guardan en...

Como si le estuvieran abofeteando, Van condujo una de sus manos sobre los labios resecos de la niña y con el índice le hizo una señal para que callara. No soportaba seguir escuchándola. La Tomó del antebrazo y atravesaron una calle larguísima que los condujo a una estación de tren, ahí podía cruzarse el canal ferroviario sin peligro. La niña le guiaba. Rápidamente le había perdido el miedo. Van sacó del bolsillo, que tenía debajo del saco, un emparedado de pollo que no terminó de comer por empezar a fumar, le extendió sus sobras, con el repentino temor a que la niña le rechazara, y esta, en conmovedor agradecimiento, lo desapareció en dos o tres famélicos mordiscos.
Van sintió el temor de caer en una trampa al dejarse conducir por la niña. Pensó que estos listos delincuentes, le llevarían a la guarida de los hombres que los explotaban, pensó y de inmediato desistió de emprender cualquier coartada para abandonar al niño y salir huyendo.
–De nada tengo que protegerme. –Pensaba Van mientras asimilaba su suerte – He agredido ferozmente a este niño que solo buscaba alimento, el no tuvo oportunidad ni fuerzas para defenderse, con mayor razón evitaré defenderme. Si esta niña me guía al castigo, con la espalda ceñida, feliz y conforme lo recibiré.
–Madre, madrecita. No he podido... –Suspiraba el niño, Van, sin entenderlo, le besó la frente y despejó, con las mangas de su camisa, los coágulos de su nariz para facilitarle el respiro–
–Allá está mi casa –Le indico la niña-
–Zaira, ¿mi mamá? ¿Dónde esta mi madre? Me duele mi nariz y mis piernas, dile que me cure.

Zaira con los labios resecos, ahora mojados en llanto, suspiró hasta temblar.
–Ya llegamos Juanito, quédate tranquilito.
–Madre, madrecita –deliraba el pequeño.

Van sintió alivio y recelo al ver acercarse a una mujer que gritaba mientras intentaba reconocerlos. El temor se apoderó de el antes de advertir que, esa mujer, desde lejos advertía que Zaira le tomaba del saco, temerosa y compungida por lo que le había sucedido a su hermano, guiándole al hombre en dirección a la casa donde le esperaban.
– ¡Juanito! qué le ha pasado a mi hijo –preguntaba desconsolada al verle el cuerpo molido y empapado en sangre.
-Mujer... -Animaba Van su confesión o su mentira-
La niña interrumpió jalándole del saco. Este estaba debatiéndose entre mentirle a la madre del niño o confesarse culpable de lo que había sucedido en la plaza. La niña irrumpió velozmente.
–Madre, un perro le ha atacado. Y este señor nos ha defendido. Yo estaba detrás de una banca para que no me atacara pero no pude llevar a Juanito conmigo.
Van, poco menos que atónito al observar la facilidad con que mentía esa niña, le miró largamente; intentó entender las fuerzas que entraban en juego para que esta niña lo convirtiese, de pronto, en inocente. No halló explicación que lo dejara tranquilo. Se acercó a la mujer, le tomo del hombro y antes de poder confesarle su culpa se sorprendió nuevamente.
–Joven, es muy tarde para que esté en las calles. Permítame que lo acoja en mi casa, Usted no tiene apariencia de ser de estos lugares. Duerma, deje para mañana el otro tramo de su camino. Le estoy agradecida por haber defendido a mis niños y la generosidad de traerlos a casa. Nosotros somos muy pobres pero no somos indiferentes al constante pesar de los extranjeros. Quédese se lo ruego.
Van cambió, por una tranquilizante sonrisa, los rezagos de llanto que endurecían la comisura de sus ojos, la ira de no obtener su castigo, el pesar de sentirse extranjero y la incertidumbre que le producía saberse perdido. Abandonó todo; abandonó sus fuerzas, sus lamentos, sus rencores extraviados en el camino, finalmente abandonó sus prendas y se dejó llevar a su descanso como único castigo. ¡Vaya castigo!

"El Momento de Partir"

Van y Fernando descansan pesadamente sobre el sofá, estuvieron bebiendo desde temprano; los discos, los vinos, los libros y las sillas de la pequeña biblioteca casi flotaron en olor a vicio y desorden infantil; el orden antecedente se lo debían a la escrupulosa atención militar de Don Gabriel Portal; el no leía un solo libro de los que acomodaba con especial cuidado, la música era toda suya pero sus oidos le eran ajenos a ella. El orden imperativo fue algo que aprendió muy bien cuando se enganchó a la milicia en sus días mozos. En el fondo quería que Fernando aprendiera de algo que el valoraba sobremanera: Orden, limpieza y cuidado. Así podría definirse cualquier movimiento que este hacía. Incluso antes que Van cumpla el segundo día de estadía, ya estaba maquinando como buen alcireño frío y calculador, de qué manera expectorar a ese intruso sin remover el orden de su familia, con la limpieza de un francotirador y con el mayor cuidado de no zaherir las voluntades de su hijo.

Al ingresar, El desorden imperante en la pequeña biblioteca espantó a Don Gabriel. Faltaban mujeres desnudas regadas por el piso para que pareciera el amanecer de un suburbano cabaret. La escena, hirió en lo más profundo la escasa sensibilidad de este hombre de estridente voz y atronadora mirada. Guardó silencio dejándose caer sobre una silla, llevándose las manos a la cabeza y apoyando la frente sobre sus rodillas juntas. Parecía preguntarse qué clase de hijo tenía, quién era verdaderamente este apocrifo ángel guardián que en vez de guardar de los vicios a su hijo lo habia sometido a semejante borrachera.

Van levantó a medias uno de sus ojos, al sentir dos pasos acercándose a el, quería apretarlos pero prefirió convencer a cualquiera que estaba profundamente dormido. El hombre amenazante acercaba su nariz hacia la boca de los degenerados; aspiró ruidosamente una vez tras otra en torno a sus rostros, quería convencerse de lo que habían bebido. Temía probablemente que hayan agotado el vino añejo que le regalaron el día de su aniversario de bodas o aún peor, su whisky preferido.

-Tengo más años que estos dos muchachos juntos -alcanzó a pronunciar- y con todo, pretenden verme la cara de estúpido. No voy a regañar a Fernando por sus indirectas atrocidades pero a este otro sujeto, al autor intelectual de esta deleznable corrupción, me lo bajo, hoy día mismo me lo bajo. ¡Qué le voy a creer toda esa paparrucha que ha recitado en la mañana, si ya me parecía bonito el cuento!. Osea que viene a mi casa; se mete sin permiso, seguro que por la puerta trasera porque la encontré bien abierta; nos miente descaradamente y para rematar usa mi baño privado y me pide una toalla con natural desparpajo. ¡Ah, no!, esto no tiene por qué continuar. Hoy día mismo se va este sujeto de mi casa. Pero sin atizarle una sola patada, hacerlo alteraría la paz de mi hogar.

Van le había escuchado todo, Fernando estaba tieso y embriagado. Quería desaparecer en ese mismo instante. Pero este hombre de carácter afable y taciturno, tras haber restablecido el orden, aguardaba su turno para jaquearlo. Inexplicablemente inició un culto a sus principios, con sumo cuidado cogió cada uno de los utensilios que usaron, los libros nuevamente a su lugar de origen y los discos de música ordenados según dicta el alfabeto valenciano. Al cabo de su jornada los sillones eran lo único que desencajaban. Sin pensarlo, arrastró los sillones en los que descansaban los muchachos, lentamente para no interrumpirles la felicísima siesta.

Don Gabriel salió silencioso, llamó a su mujer al comedor.

-¿Y Fernando? -Inquirió sin preámbulo-
-Debe estar en la biblioteca, yo he dormido la siesta por la fuerza, rendida por la música hipnótica que escuchaban los chicos.
-¡Fernando! -Levantó la voz, Doña Lucía, dirigiéndose a la biblioteca-

Al otro lado Fernando, despierta a Van…

-Joder tío, nos hemos quedado dormidos. Qué os parece, nos ha caído la noche.
Van miró a su alrededor, lo que veía no era un residuo de sus sueños, era el perfecto orden que había restablecido Don Gabriel hace un instante.
-Hombre parece que no hubieramos hecho nada, todo está en su lugar.
-¡Fernando! -Insistió la mujer desde afuera-
-Ya voy madre, ya voy.
-Vamos Van, acomódate la camisa, seguramente nos llaman para cenar.

En la mesa, siempre horizontal, le esperaba un acusador certero, incisivo y cuidadoso. La escena le evocaría un momento extraviado en su memoria; aún estaba aturdido por los finitos tragos que bebió con Fernando. Tenia que enfrentarlo e iba decidido a ello. Traspuso la puerta que separaba los ambientes para ubicar su asiento al lado de Fernando.

Doña Lucía narraba a los comenzales con especial entusiasmo acerca de sus dias de juventud. Recordaba con dulzura las bizarrías incontables de Don Gabriel, cuando una noche antes que accediera a sus encantadoras proposiciones amorosas, apoyó una escalera de carpintero al pie de su ventana, para alcanzarle una rosa “Reina Isabel” que, el muy tonto, neutralizó el aroma natural rociándole un perfume suyo. Lo contaba y todos reíamos, todos menos el. Don Gabriel sólo tenía tiempo para cruzar los escurridizos puentes que, estaba seguro, lo llevarían a la vergüenza escondida del intruso. Este sin embargo se desenvolvía con total distensión.

Don Gabriel dejó de asestarle la mirada cómplice y acusadora al saberse vencido en la primera batalla.

-¡Oh! lo recuerdo muy bien cariño -alcanzó a complacer a Doña Lucía- Esa noche fue la que antecedió al más feliz de mis días, tenías el rostro como la de un músico detrás de sus notas, embelesada con tanta galantería. Anhelando el mañana, te declaro mi amor hasta el día de hoy, te llevo dentro de mí desde entonces, pues no he hallado descanso en mi lucha sin cuartel que me depara robarte siempre una sonrisa.
-No has cambiado nada querido -arrulló a Don Gabriel llevándole las falanginas a su mejilla.
-Por eso mismo quisiera brindar frente a nuestro respetable huésped Van… ¿Cómo es que apellidas?
-Scribenz señor, Van Scribenz.-
-¡Oh! Sí, junto a nuestro respetable huésped Van Scribenz. ¡Fernando!, traedme el Vino que el buen Víctor nos trajo para el aniversario de bodas.
-¿El vino? -tragó saliva Fernando, sabiéndolo extinto.
-El vino hombre, ¡el vino!

Calló dos segundos, sintiéndose y mostrándose perdido. Su madre lo observaba sospechando la peor de las desgracias. Vaya manera de amenizarles la víspera.

-Me lo bebí padre. Perdóname.
-¿Qué cosa? ¿Cómo que te lo bebiste? Si hasta ayer estuvo intacto.
-Padre lo lamento no recordé que era el que apreciabas tanto.
-Bueno pues, -resignó falsamente comprensivo- Tráeme cualquier otro, que quiero brindar con tu madre hoy. ¡Ya está! Traeme mi botella de Whisky preferido.
-También me lo tomé padre.

Van, sabiendo que todas las botellas quedaron vacías, tendría que apresurarse a intervenir, de no hacerlo, pondría en serios aprietos a Fernando. Interrumpió, sobre todo, para demostrarle a Don Gabriel que también él sabía perder.

-Me van a disculpar los señores, tengo que confesaros que Fernando y yo nos dejamos poseer por el espíritu de Baco. Nosotros, en igual medida irresponsables, hemos terminado todos los tragos habidos. A la vista de cualquiera, seguramente habremos parecido dos tristes borrachos, sin embargo teníamos mucho que celebrar. En primer lugar el repliegue de Fernando de las exóticas tierras donde todo le seducía; ahora, por fin, había hallado el sosiego de su hogar. En segundo lugar por tener la enorme dicha de tener padres tan preocupados y responsables con su desarrollo humano, quizá esto nos condujo hasta la biblioteca, la misma que Don Gabriel, a pesar de su distancia con la lectura, le ha preparado con afectos paternales; no conforme, ha mantenido su encanto con orden desmedido y esmerado. En tercer lugar, celebrábamos mi despedida; al saber que los pasos de Fernando están a salvo en vuestra guía, hacía menester mi partida. Pero hubo algo que no llegamos a celebrar. -Alzó su taza de té y mirando con extraño enojo a Don Gabriel, pronunció- Quiero brindar por la ininterrumpida amabilidad con la que me han acogido en esta casa; desde la comprensión cariñosa de Doña Lucía hasta la calma estratégica de Don Gabriel. Quiero brindar por Ustedes porque es seguro que no me volverán a ver.

Bebió hasta la última gota y se fué. El reloj marcaba las veintiún horas menos diez.
Había llegado el momento de partir.

"Moral del Grandilocuente"

Esa mañana, después de encumbrar su talento sobre las tablas, Van salió raudamente de aquella casita mágica que era la de su amigo Fernando, en la que se había sentido muy cómodo primero e incómodo después. Después de sacrificar el honor de un viejo amigo por salvar el pellejo de otro, claro que también estaba en juego su honor y su pellejo. Pero para dejar de complacer a Van, debo confesarles que él sólo lo estuvo haciendo por su bienestar. Parece su deber quedar bien con el más inmediato a cualquier costo. Si ahora mismo se lo enrrostrara, seguramente me respondería: “A mi me mueve el institinto de preservación de la vida sana, Si tengo que pisar cabezas lo haré con mi consentimiento o sin el. Si el fin que me defiende en los tribunales del mundo, me ha librado de la fe. ¿Cómo me será licito no vivir sin escrúpulos?”. Cuando Van habla como si fuera semidiós, me irrita tanto que prefiero oirlo y no escucharlo.

-Necesito un teléfono ahora mismo. -Suplicó Van a Fernando, quien fue a alcanzarlo en el camino que este emprendió abruptamente desde el sillón de su sala.

Fernando notó muy contrariado a Van después del diálogo de presentación con sus padres. Casi le contó la otra mitad de su vida con un entusiasmo que solo fue cortado por la indiferencia estoica de este. Van perseguía por toda la casa la quietud del teléfono y el desplazamiento de los padres de Fernando con un fervor poco menos que paranóico. Quizás ellos conozcan el número telefónico de Daniel Rázuri, donde Fernando se alojó durante semanas; es probable que le increpen a Daniel la doble actitud, cuando este respondió el teléfono alguna vez, y le pidieron que le comunicaran con Fernando. Las posibilidades de verse atentado en su instinto de conservación, iban en aumento. Van salió aturdido a las calles, jugándose los segundos más eternos.

-No hay teléfonos públicos cerca, pero hay uno particular en mi casa. -Intentó calmarlo Fernando-
-Lo que tengo que hablar carece de carácter público.
-¡Hombre! Deja de comportarte como un capullo, vamos a casa.
-Suéltame carajo -replicó Van- ¡Necesito un teléfono te digo!.
-Bueno pues, Vamos donde Don Victor
-¿Quien mierda será Don Victor? - farfulló Van, en voz baja, mientras se dejaba arrastrar hasta la tienda de la otra esquina.

Marcó a un telefono de Lima.
-Daniel, Daniel eres tú?
-No señor, ¿Quién lo busca? -...Era el Sr. Richard Palomino. Y ahora ¿quién iba a ser Van? Si estaba al otro lado de la línea, nada más y nada menos que el hombre queostenta el papel de su mayor acreedor y, felizmente, el menos implacable. Esa deuda no la saldó jamás.

-Un momento porfavor -Fingió que le pasaba el teléfono a otra persona-
-Sr. Palomino como está Ud. -Respondio Van, cómo no, fingiendo otra voz- soy Paco Moncada ¿Me recuerda?, el que se amanecía con Dani jugando ajedrez.
-Hola Paquito, te cambia la voz a cada rato. Si acabas de llamarme. ¿Qué se te olvidó?
-No señor, no se me ha olvidado nada, sólo quería decirle algo más a Daniel -Se la jugó con el “algo más” como si ya hubiera conversado con él.-
-Habla Paco, ¿Te pica la espalda? -Respondió Daniel confiadamente.
-¿Así que te pica la espalda no? -bromeó Van ya con la voz recuperada de la salvadora impostación-.
-¡Hola demente!, leí tu nota. Mi padre está enojadísimo contigo, porque ni siquiera le agradeciste antes de salir, sabía que lo dejarías al final en la paga pero nunca se imaginó que lo dejarías varado.
-Me apena lo de tu padre, pero me ocuparé de el en otro momento.
-Osea que te fuiste a España con Fernando. Qué bien, qué bien.
-No me fui con el, yo he llegado después. Daniel escúchame.
-¿Qué sucede? ¿No tienes guita para regresarte?
-Escúchame imbécil. Tengo plata para regalarte. No es por eso que te llamo. -continuó apurado por una voz detrás que le exhortaba a entender el respeto mínimo por el carácter público del teléfono.
-Te llamo para que me perdones.
-Estás perdonado Van. Pero la próxima vez no lo comuniques por escrito. -Respondió Daniel, inocente-
-Daniel, escúchame, hace un momento he conversado con los padres de Fernando y te he culpado de todos los desastres de Fernando en Lima.
-¿Y le contaste por qué lo deportaron?.
-Si -Respondió tímidamente-
-¡Van! -Reaccionó Daniel, indignado-
-Tenía que hacerlo porque el huevón de Fernando no me presentó en su casa, y a la mañana siguiente sus padres querían matarme si no les vendía una imagen confiable.
Sobre la manera como lo deportaron no le dije que le aconsejaste a agredir al policía, sino que te descuidaste en el momento que lo hizo. Si llaman a tu casa, acuérdarte de lo que te estoy diciendo para que no te sientas mal.
-Sí Van, qué considerado eres. y después te voy a recordar a tu madre ¿Esta bien?. -Respondió molesto Daniel, un silencio antes de colgar-

Fernando y Van regresaron a casa, esta vez Van parecía flotar en la gravidez confortante de saberse comprendido por las raíces que agredía desde lo alto del tallo, siendo el una hoja encarnada.

¡Ay! Van, repasar tu vida es un delito contra tu honra. Ayer me anunciabas "¿Cómo me será lícito no vivir sin escrúpulos?" y hoy, un flaco escrúpulo se te escapa: Vienes a pedir disculpas a la misma persona que acabas de acusar. Sin embargo, algo podrías decir a tu favor: “Con todo respeto Daniel, ¿Qué ha pasado por tu mente antes de rendirme semejante ultraje?. olvidas que en el camino hacia el mismo punto nos dirigimos: Vivimos en permanente fuga del dolor de estar vivos; la trampa que se nos tiende apunta a mantener esta vida sana aún detestándola; sabemos bien que el precio por suprimirla es un dolor tal; que, por su intensidad, retrocedemos al hallarlo difícil imaginar. En ese avanzar a imaginar el supremo dolor y retroceder ante el espanto de saberlo último, se fundamenta toda moral. No tengo la esperanza que me entiendas, hombre de moral infrahumana. Nada tienes que temer, soy tu amigo y estoy al servicio de tu templanza: No se le juzgue al hombre jamás. Júzguese el fin que persigue su moral y guarde silencio al final”.

¡Felizmente este hombre nace y muere diariamente!.

"El Huésped Inesperado"

Una mañana espléndida en Algemesí. Los primeros destellos dorados de la mañana convierten cada rincón en un lujoso espectáculo, la sombra de las pequeñas colinas apostadas a su alrededor crean un efecto de profundidad que invaden los ojos y calman las tempestades del alma.
Cual hormigas veraniegas, arrecian los músculos sus habitantes con natural diligencia, recorren jirones y avenidas guiados por la fuerza inconmensurable que les inspira la pujanza de un pueblo que los hermana y los enfrenta.

Van ha decidido partir a esa mágica ciudadela desconocida, donde según Fernando habitan hombres semejantes a animales irracionales, el temple que lo conduce le ha despertado diez minutos antes de las seis. Los ronquidos incesantes que atropellan su silencio desde el otro lado de esa habitación logran sacarlo de la litera. Con las piernas firmes observa cuidadosamente cada ángulo construido para comprimir a quien la ocupara. Indiscutiblemente una mujer se había prestado para la decoración de ese lugar, le delataban esas sábanas de un tono rosado tan claro que podía confundirse con la blancura de sus almohadas, detrás de la ventana una pequeña maceta era el soporte de enormes tallos auriverdes enclavados con hojas salpicadas de un tono rojizo, al cabo de los tallos pendían, cual zarcillos, unas florecillas violáceas que coronan la exaltación de la belleza natural, a lado de las flores, pululan, cerúleos de tan fogosos, dos pericos lutinos disputándose los últimos granos de una lechosa mazorca que les dejó Fernando la mañana anterior. Van pensó para sí -Es un grato espectáculo despertar a la luz de una ventana algemesinense, contemplar la belleza de las flores y el sinfónico canto de estas aves cautivas. Y como si no fuera suficiente, antes de dar los “buenos días” la mañana se encarga de anticiparlos. En breve estaré en el pueblo de los gitanos, siento miedo pero si llego a mostrarlo con seguridad fracasaré. Atravesaré las calles de ese poblado como disponiéndome a abrir la puerta de mi casa a la vuelta de alguna esquina. Espero no reflejar un aspecto muy urbano para que mi llegada no parezca una incursión insolente-.

Van salió impetuoso de la habitación y tuvo que detenerse un paso después del umbral. Al frente, una mesa larga en posición horizontal. La ocupaba el indiferente patriarca Don Gabriel Portal, a su diestra Doña Lucía de Portal Ibarreda y a su siniestra, Fernando; el hijo de ambos, recientemente recuperado.
Todos miraban a Van con franco desconcierto. Los padres de Fernando se preguntaban sin palabras, mirándose entre sí ¿Qué hacía este hombre en casa? Fernando en un arrebato instintivo por defenderlo, y luego de limpiar detenidamente sus labios, abandonó la mesa con la venia de sus padres y se arrojó sobre Van, antes de que este diera un paso más, lo condujo de regreso a la habitación. La puerta se cerró con la misma rapidez con la que ambos entraron.

-Van, discúlpame el desagradable momento.
-Tu vida transcurre entre disculpas, bien eres muy honesto para enfrentar tus errores o eres muy estúpido para manejar tus propias situaciones.
-No Van lo que pasa es que mi madre salió ayer en la tarde, justo antes de haberte saludado desde el balcón y mi padre se fue a denunciar a los supuestos ladrones que dejaron abierta la puerta trasera. Quise que permanecieras aquí mientras inventaba algo a mis viejos para recibirte sin sobresaltos. Tu maldito acento peruano removería el recuerdo de mi alocada aventura cuando salí de casa. ¿Entiendes?
-Me hubiera ido a un hotel, ¡Pero no! ¿Tu eres muy gentil y hospitalario no? Y ahora que cosa quieres que haga allá afuera, que me lleve una mano al vientre y me hinque respetuosamente y les diga “Estimados señores, os pido que excusen la violenta manera de presentarme ante vosotros, en primer lugar permítanme exculpar a vuestra prole por semejante preterición, mi nombre es Van Scribenz, silente e incansable voz de la conciencia de vuestro vástago para reanudar la dirección desviada del buen camino que han tenido muy a bien trazar para él. Como es de vuestro conocimiento…
-¡Magnífico! Eres un genio Van, ya cállate. Es una excelente excusa para acallar el temperamento de mis viejos. Apúrate, sácate la pitaña de los ojos. ¡Luces, cámara, acción!.
-Ah ¡ya! ¿Quieres quedar como un regenerado frente a tus padres? Muy bien, apártate, déjame actuar.

Van salió con un aire distinto al que lo había movido desde temprano, casi no pensaba en sus futuras travesías, se dejaba ver atribulado, avergonzado y al mismo tiempo digno de haber emprendido la noble tarea que la vida le había conferido en favor de la salud social de Fernando.

-Estimados señores, os pido que excusen la violenta manera de presentarme ante vosotros, en primer lugar permítame exculpar a vuestra prole, a quien correspondía este deber, por semejante preterición, mi nombre es Van Scribenz, silente e incansable voz de la conciencia de vuestro vástago para reanudar la dirección desviada del buen camino que han tenido muy a bien trazar para él. Como es de vuestro conocimiento el ímpetu desmesurado de Fernando lo llevó a tierras muy lejanas, que es de donde lo conozco, cuando me habló de vosotros sus padres pensé de inmediato que no era la vida que estaba llevando la que quisisteis para él, me ha poseído un ángel guardián desde entonces y no he podido estar tranquilo hasta hoy que lo veo sentado en la mesa que le corresponde bajo el cielo más maravilloso de España, en el calor de su pueblo y ungido en la dirección que procuran vosotros para su vida.- Inclinado, esforzando la vista con falseada sumisión hacia los progenitores y temiendo una carcajada suya para compensar esa retahila de mentiras, pensó -Yo mismo no me creo tanta basura-

-¿Así es que Van Scribenz es tu nombre? Respondió inquisitivo Don Gabriel
-Joven -interrumpió la madre, evidentemente tocada por la impersonal excusa estremecedora del huésped inesperado- siéntese con nosotros -atinando con desesperación a traer una cómoda silla lujosa que no usaba desde que su padre le confió en heredad- No termino de entender por qué Fernandito no nos avisó su llegada, en nuestro pueblo acostumbramos a recibir honorablemente a nuestros visitantes, para nosotros no hay huésped malo, pues no por nada se llega aquí. Excusareis de inmediato nuestra sorpresa puesto que el temor de ser agredido por los gitanos, que de paso es la única amenaza que padecemos, no nos deja vivir en paz.
-Descuide Doña Lucía -restó importancia Van, llevándose las manos al mentón y recogiendo una de las piernas hasta el descanso de la silla. -Me complace conocerlos, lo mismo que me alegra el nuevo statu quo de Fernando, quien, estoy seguro, modificará progresivamente sus comportamientos en la medida que comprenda que su papel es la de hijo único y de padres veteranos, con todo respeto lo digo.
-¡Hombre! me encanta la sinceridad de este chaval.- celebró en voz alta Don Gabriel.
Van sonrió victorioso, olvidó su condición de forastero, estiró las piernas confiadamente y amenizó la charla con una astucia sin precedentes. Trasladó la autoría de sus atrocidades a dúo con Fernando en la persona de su amigo Daniel Rázuri, a éste culpó de todo lo que había ocurrido en Lima. Esa mañana, narró con todo desparpajo el día que fueron aprehendidos por efectivos de la policía cuando los hallaron culpables de hurtar libros de la Biblioteca Nacional.
-¿Ustedes saben lo que es defender lo indefendible? -asestó Van clamorosamente- El día que fui a pagar la fianza para dejarlos en Libertad no conocía a Fernando, fui a pagar la libertad de mi compañero universitario Daniel Rázuri, cuando revisé la cantidad a pagar, lamentablemente cancelarla no estaba dentro de mis posibilidades, no creí que fuera tanto, habían sido culpados de robar ciento cuarenta y cuatro libros, así es que pedí que les asignaran un abogado y le expliqué a este que en la lista de lo sustraído estaban libros de la autoría de Schopenhauer, Virgilio, Borges, Friedrich Nietzsche, Heidegger, Derrida y hasta ¡Emile Ciorán!. Espero que los nombres de esos subversivos no les sugieran nada -Perdónenme maestros, pensó alzando los ojos hacia el techo-. El hecho es que todos los libros eran de filosofía y el argumento para defenderlos debía tener como móvil el desarrollo de su cultura, es decir, que robaban motivados por el derecho supremo del hombre de tener acceso a la cultura y que además padecían una leve misantropía, esto es algo como aversión por la humanidad, lo que no les permitía compartir con otras personas los espacios acondicionados para la lectura en esa biblioteca.
-¡Qué bien pensado! -Exclamó Don Gabriel- ¿Y qué paso después de presentar esa defensa?
-Pues que los inculpados estaban obligados a devolver el íntegro de los libros perdidos para pasar del encierro preventivo a la libertad condicional -En este momento Van se detuvo abruptamente. Fernando le había encajado un puntapié de advertencia bajo la mesa, lo que le indicaba que no debía contar que fueron declarados “personas no gratas” por las principales bibliotecas de la ciudad y que además de ello fueron publicadas sus fotografías con nombres y apellidos en la entrada a estos recintos para impedirles el ingreso.

Don Gabriel, para sorpresa de todos, tomó por las orejas a Fernando
-Qué bonito carajo, ¿qué bonito no? haciendo gilipolladas en el extranjero. Vergüenza tendría que darte.
-Don Gabriel -intervino Van con inocultable fruición- no se imagina la envidia que siento ahora mismo. Cuántas veces me hubiera gustado tirarle de las orejas a este adorable granuja, y sin embargo tuve que apoyarme en el filo del verbo y la reprimenda para enderezarlo. Bastante tenía ya con Daniel. ¿No le parece?

Van ocultaba su sonrisa tras el uso de gestos de preocupación, de modo que mientras más preocupado se mostraba, tanto más sonreía ocultamente. Fernando estaba poco menos que furioso, pero igualmente entretenido por las dotes histriónicas de su adorable y despreciable amigo Van. Soportó con beneplácito el tirón de orejas y los iracundos pellizcos escondidos de su madre. Sabía bien que el pasaporte para alojar a Van en casa con la finalidad de corresponder a la esmerada hospitalidad de éste en Lima, iba a costarle caro y de momento le estaba saliendo una ganga.